jueves, 3 de julio de 2014

Una mala película de terror

El último mes ha sido como una mala película de terror. Esas en las que los malos después de ser atacados una y otra vez nunca mueren. No hemos logrado salir de exámenes, infecciones y otra vez exámenes aún más incómodos con nuestros hijos y cuando ya estábamos tranquilos un médico con la cara del más malo de todos nos da una noticia a medias que nos deja asustadísimos. Pero a pasar de todo los niños se ven bien y entonces deberíamos estar tranquilos porque todo marcha como debería ser y que tal vez al otro día nos darán mejores noticias. Lo mejor de este mes de terror ha sido la forma en la que reaccionaron los niños y cómo nos enseñan a adaptarnos a cualquier circunstancia y con la mejor actitud.

Después de dos convulsiones de Agustín la neurólogo nos dijo que había que descartar varias cosas, una de esas era que tuviera epilepsia, pero que no nos preocuparamos porque no sería una epilepsia de las más fuertes. Una hora después estaba leyendo todo cuanto existe de esta enfermedad y como suele pasar asumí que íbamos a lidiar con las convulsiones hasta la adolescencia. Me llené de fuerza y veía a mi hijo menor y cada día que pasaba me convencía que era obvio que estaba enfermo, pero que con la mejor actitud teníamos que tratar el tema.

El primer examen que le mandaron fue una Telemetría de 12 horas. Me imaginé que ese día iba a ser de los peores porque le conectaban a un niño de un año y dos meses 24 cables en la cabeza desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche. Supuse que iba a dar alaridos todo el día, la gente de la clínica me iba a regañar porque no lograba controlar a mi hijo. Nada de eso pasó. Agustín tomó el examen con toda la naturalidad posible, entendió que ese martes tenía que estar en ese lugar, no se quitó los cables, no lloró. Como si estuviera en la casa comió, durmió y jugó. Una y mil veces recogimos fichas del piso y el simplemente sonrió. No hubo drama, nadie se desespero. Obviamente yo estaba equivocada, porque parece que una de las cosas que más me cuesta trabajo es confiar en mis hijos. El resultado salió bien, esa noche dormimos tranquilos, nuestro hijo no tiene epilepsia.

Pero el malo de la película volvió a aparecer. Llegamos al siguiente examen muy tranquilos. Una Resonancia de cerebro con anestesia general y Agustín volvió a sorprendernos. Como tenía que hacer un ayuno largo pensé que si no le ponían rápido la anestesia iba a dar alaridos y una vez más hizo todo lo contrario. Con mucha paciencia esperó en la clínica 4 horas. Caminamos, vimos un partido de futbol e intentó abrir todas las puertas que decían "Solo personal autorizado". Al examen no me dejaron entrar pero cuando oí que dejó de llorar supuse que ya descansaba en medio de su primera borrachera por la anestesia.

Durante el examen salió el anestesiólogo a decirme que veía algo malo, que encontraba relación entre las convulsiones y la Talasemia, que era muy urgente que lo llevara ya a donde un hematólogo. Después de hacer una mala cara volvió a entrar. Esa media hora siguiente esperando a que saliera Agustín fue eterna. Fueron treinta minutos de angustia, de sentir un hueco enorme en el estómago, sentí que en unos segundos el mundo se apagaba. Cuando lo vi salir me calmé un poco, no tenía cara de ser un niño que estuviera tan mal. La anestesia no le dio nada duro, comió sin parar durante una hora.

 
Al día siguiente llamé a toda la ciudad tratando de encontrar a un hematólogo para que me confirmara esa mala noticia que el anestesiólogo insinuó. No fue una tarea fácil pero lo logré. La hematóloga que lo vio dijo que estaba bien, que se veía un niño saludable, que tiene un problema en la sangre, leve, nada grave y que se puede tratar. El resultado de la resonancia salió bien. Pero fue un día horrible.

 
En ese mes de terror donde nos imaginamos las peores cosas de Agustín, no salimos de las clínicas y médicos, para completar Juan Martín se partió un pie, le pusieron yeso y no puede caminar por un tiempo, pensamos que iba a ser durísimo porque él vive montado en un triciclo. Juan Martín se adaptó al yeso con tranquilidad, no se queja y encontró la forma de montar en su triciclo. Juega en el parque y espera a veces con paciencia otras veces no tanto que lo movamos de un lado para otro. Los primeros días le enseñamos a bajar las escaleras sentado para que se sintiera más independiente y así fue. Se involucró tanto con el yeso que lo consiente y le da besos. Su rutina no cambió porque él así lo quiso. Lo llevamos al parque y hace la mitad de las cosas, pero de la misma forma lo disfruta.  

 
Lo único durísimo fue mi angustia. Lo único complicado fue no ser capaz de confiar en la forma tan fácil como se adaptan los niños. La película de terror me la inventé yo sola y en una pelea constante entre la imaginación y la razón sufrí de ver todo negro. Para asumir la ansiedad decidí comerme el mundo, literalmente, ahora me toca empezar a cuidarme después de un mes concentrada y dedicada a los tres niños y sus miles de exámenes. Mirando hacia atrás y viendo en cuáles momentos estuve más tranquila o menos ansiosa fue cuando me concentré en "el aquí y el ahora". El sábado siguiente a la cita donde la neuróloga fuimos a teatro con los tres. Estuvieron felices y ahí no pensé, simplemente viví. Ese día no busqué artículos de medicina que me dieran ideas de si mi hijo era o no epiléptico. No hablé con ningún médico. Me reí en la obra de teatro, y me emocioné de ver como los niños se transportaban. Tal vez tendría cinco kilos menos si hubiera entendido eso desde el principio. Si me hubiera aferrado al momento, si me hubiera dejado convencer por las risas y la tranquilidad de Jerónimo, Juan Martín y Agustín.

 

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